
Manuel Machuca González
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Hace ya unos años, no tantos, la verdad, me invitaron a asistir como alumno a un curso sobre seguimiento farmacoterapéutico impartido por farmacéuticos de hospital. Me daba mucha pereza ir, era lejos de mi ciudad y no me apetecía mucho, pero al final un colega de la farmacia comunitaria me convenció de que era bueno escuchar a profesionales de otros ámbitos. Podían darnos otras perspectivas, una forma diferente de hacer las cosas.
Érase una vez una profesión a la que le tocó la lotería. Esa profesión era la farmacia, y de eso hace ya muchos años. Coincidió con un momento de gran crisis, en el que la industrialización del proceso de fabricación de medicamentos la vaciaba poco a poco de contenido científico.
En 1876, una serie de catedráticos, políticos y pensadores, liderados entre otros por Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Nicolás Salmerón, fundaron la Institución Libre de Enseñanza con el deseo de transformar la realidad socioeducativa y cultural de España, en respuesta también al gobierno del conservador Cánovas del Castillo, que los había apartado de sus carreras docentes en la universidad. Buscaba construir una educación integral, activa, fundada en la educación global del ser humano, desde una perspectiva científica y ética, con la ambición de mejorar la sociedad desde diversos ámbitos y en diferentes campos del saber, como la medicina, el derecho o la filosofía.
Hace bastantes años, cuando el mundo de la atención farmacéutica comenzó a asomarse a nuestras vidas profesionales, una colega de mediana edad me espetó que ella lo que tenía que aprender lo había aprendido ya. Fue, lo recuerdo bien, en una de esas reuniones que terminaban con una copa de vino español, denominación que nunca he entendido, por lo variados y contundentes que resultaban aquellos deliciosos ágapes que la crisis nos robó.
Regreso a Perú después de casi 5 años. Sobrevuelo los Andes, cuyos picos emergen como imágenes fantasmagóricas entre las nubes, hasta que aparece la inmensidad de Lima, la Ciudad de los Reyes, y aterrizamos en El Callao.
Sí, ya lo sé, no hace falta que me des más datos. No me cuentes que con el seguimiento farmacoterapéutico se ahorra mucho dinero, ya lo sabemos. Por cierto, los datos que manejas están anticuados. Por cada dólar invertido en estos servicios no se ahorran cuatro, sino mucho más. Nuestros técnicos, compañeros tuyos, por cierto, me han traído datos más recientes: la relación es uno a diez, aún más rentable. Es verdad, invertir en vosotros sería un gran negocio.
Ella abrió la puerta y se dirigió al mostrador. El farmacéutico se acercó a atenderla. De repente, al verla se acordó de su hija. No era de su edad, desde luego, porque ésta debía de haber cumplido ya los veinte años. Al menos, dieciocho, porque llevaba bajo el brazo una carpeta de la Universidad y un libro de Derecho Mercantil. Quizá fuera la sonrisa abierta la que le hizo acordarse de su primogénita, que para el próximo mes cumpliría catorce años. Pero, desde que supo por su esposa, hace unos meses, que ya se había hecho mujer, parecía como si muchas chicas jóvenes que acudían a la farmacia le recordasen a ella.
Una vez oí decir acerca de Brasil que era un país con futuro, y que siempre lo tendría. Me hizo gracia esa frase, que aludía a las enormes expectativas que a lo largo de la historia había creado un gran país, multicultural, pluriétnico y grande, muy grande. Inevitable fue para mí pensar en la farmacia, y no tanto como establecimiento sanitario, sino como esa inmensa red de más de veinte mil puntos que se extienden a lo largo de la geografía española, diseminados de forma estratégica, que ofrecen proximidad y acercan a un profesional de la salud de formación universitaria a una población cada vez más formada y desinformada. Una profesión que siempre fue importante, muy importante, aunque, a diferencia de Brasil, cada vez despierte más dudas. La farmacia, y de momento no hablo del profesional que la dirige, me parecía un establecimiento sanitario con futuro, con mucho futuro. Eso pensaba hace veinticinco años, y lo sigo pensando todavía, aunque durante el transcurso de estos años mi experiencia personal haya pasado del entusiasmo al escepticismo, si no a la decepción.
La noche del domingo no paré de dar vueltas en la cama. Mi marido, que había sido muy comprensivo hasta esa hora, optó por dejarme sola en la cama y acomodarse con nuestro hijo. Para colmo me bajó la regla, y eso que no me tocaba todavía. Según mis cuentas, que no suelen ser mucho de fiar, al menos me faltaban diez días para menstruar. Estaba en esos días que denominamos algunas mujeres «peligrosos». Quizá por eso, y por los nervios que tenía, le dije que no a los cariños de Marcelo cuando nos fuimos a la cama.
El pasado mes de septiembre la legislación brasileña reconoció el derecho de los farmacéuticos a prescribir medicamentos que no precisasen receta médica. La noticia fue lo más comentado y discutido en el XVII Congreso Paulista de Farmacéuticos, un evento al que acuden unos cinco mil profesionales del país, en un estado como el de São Paulo, que tiene más de cuarenta millones de habitantes y dispone de unos cincuenta mil farmacéuticos colegiados.