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  • El Bosco y la mar es mala mujer

Jheronimus van Aken firmó sus obras como Jheronimus Bosch y nosotros le conocemos como El Bosco. Nació y vivió (1450-1516) en Hertogenbosch sin apenas desplazarse de la plaza del mercado en que ya vivieron sus padres, y resultó no ser sólo un hombre de mundo sino ser capaz de crear mundos fantásticos que aún hoy nos fascinan.

La exposición de su V Centenario organizada por el Museo de El Prado de Madrid es un regalo imposible de rehusar, tenía una perplejidad pendiente con El Bosco y este regalo fue una oportunidad única para convertirla en enigma. Para la portada de la primera edición de La mar es mala mujer (Mondadori, 1989), novela cuya frase inicial es: «Tengo 57 años y mi problema son dos, no abandonar la mar y que no me abandone mi futura mujer», la dice el protagonista, un veterano patrón de pesca con novia joven, elegí un fragmento de Las tentaciones de San Antonio, el tríptico que se conserva en el Museo de Lisboa, recortándolo de una revista de arte. La imagen me pareció fastuosa en sí misma y también metafórica del argumento de la novela: por entre las nubes que se abren a un espacio infinito, especialidad del artista, un besugo vuela montado por una pareja, él a horcajadas y ella a cachaperna. La editorial se mostró rumbosa, pidió permiso a El Prado, fotografió el fragmento, y consiguió una portada bellísima y por supuesto nada comercial. Mi perplejidad fue cuando en una especie de ejercicio de esos de agudeza visual, comparando mi recorte de Lisboa y la foto/portada de Madrid, descubrí un sinfín de diferencias. El enigma tardaría en llegar. En un mundo tan timorato e integrista como le tocó vivir, sobrevivir y a cuerpo de rey, magníficamente pagado por comitentes y Felipe II, es un prodigio de prestidigitación propio de quien se crió en una plaza pública junto a descuideros, trileros y otros suicidas de la busca. Resulta que es un pintor moralista, habla del Bien enfrentado al Mal, condena los pecados, enaltece a los santos y en la grisalla de los versos el comitente aparece piadoso apiadándose de la pasión de Cristo, pero la pasión de su pintura está en la canalla: la belleza del infierno suele superar con creces a la del cielo. Es cierto que pone precio al hecho de vivir, de ninguna libertad salimos indemnes y todo goce pasa factura, pero por poner un ejemplo: la joven desnuda a su puerta y la enseña con el cisne (propia de un prostíbulo) nos fascina tanto como para distraernos de la resignación de San Antonio que bien puede pasar inadvertida. Y más nos fascina todo ese ámbito, bestiario y botánica híbrida, en donde lo orgánico sin solución de continuidad se mecaniza y se transforma en discursos de difícil interpretación que nos remiten a los surrealistas. Por todas partes hay perros abandonados y por todas partes peregrinos, o lo que sean, mordidos. Una sinfonía de asombros en paisajes urbanos increíbles más allá de las continuas llamas de difícil dar con un cuadro que no esté ardiendo. Mary Fisher me susurra al oido: «No puede ser, este skyline es el de Central Park y en el penthouse de aquella esquinita vivo yo». Por mucho que se hayan perdido las claves que formaban parte del acervo cultural en tiempos de El Bosco, su imaginación sigue siendo sobrenatural. El enigma que me anonada ocurrió al comprobar en persona que en Las tentaciones de San Antonio de El Prado (cuadro no tríptico) no hay ningún pez volador y mucho menos una pareja cabalgándolo. Tantos instrumentos de tortura acosándonos hacia el prodigio.

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