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  • La receta electrónica

Descorazonado contemplo la estrella Polar mientras decenas de barcos pesqueros tachonan con sus luces la oscura superficie del agua; es el tiempo de la anchoa. Quizá por pensamientos recurrentes como la receta electrónica, ese avance tecnológico de ordenadores y ciberespacio que elimina el enigma de la letra de médico y permite una dispensación exacta e instantánea, pero que nuestro sinsentido común la trasforma en algo más provinciano imposible.

Mi vida discurre cual lanzadera entre San Sebastián y Madrid, y las recetas electrónicas de Osakidetza (Servicio Vasco de Salud: «osasun» es «salud» en vascuence y en Pamplona equipo de fútbol) no se pueden despachar en la capital del reino. Las de antes, las de papel, sí, todo un progreso. Puede que el sentido común y la eficacia, como la honestidad, necesiten ser vigiladas por algo como esas gafas que presidían la trama de El gran Gatsby. Me descorazona la anécdota de esos investigadores que colocaron al lado de la cafetera de una gran superficie un bote para depositar el dinero tras la consumición de un café. A semanas alternas, pegaron imágenes de flores o de ojos encima de la cafetera y en la semana de los ojos se recaudó el triple que en la de las flores: los ojos transmitian sensación de vigilancia y la conducta fue más ética. Me descorazona saber que los partidos políticos no se pueden aliar antes de someterse al sufragio de las urnas aunque nada se lo prohíbe y que deciden hacerlo después, cuando nadie ha votado esa alianza. Me divierte el éxito del poemario de mi joven amiga Irene G. Punto, Carrete velado (Aguilar), pues aunque lejos del hondón del alma es alegre, provocativo y siempre algunos de sus versos pueden colgarse en la puerta del frigorífico. Por ejemplo: «Total, la poesía no entiende de límites/ y nosotros somos muy de tocarse/ bajo el mantel/ Porque ahí, cuando nadie nos ve/ nacen poemas que mudan la piel». No me divierte que el poemario de mi veterano amigo Carlos Aurtenet­xe, La locura del cielo, (El Gallo de Oro, frontispicio de Antonio Gamoneda y dos tomos de 500 páginas cada) esté pasando inadvertido cuando su profundidad es sideral y nos advierte de la indiferencia cósmica ante nuestros crímenes y virtudes. Insistiremos mejor en otra tertulia, creo que se convertirá en una obra oculta y de culto. Me divierte la pervivencia de enclaves en España, esos territorios que pertenecen a una jurisdicción territorial y están rodeados por la jurisdicción de otro territorio, nada menos que 26 según el ameno libro de viajes de Ramón Carnicer (ni en iberlibro van a encontrarlo) con no menos amenos nombres del lugar: Anchuras de los Montes, Condado de Treviño, Rincón de Aldamuz, Llivia, Petilla de Aragón… Me descorazona lo de la receta electrónica, sus enclaves no son tantos pero marcan una desconexión mucho más maligna, son 17, uno por comunidad autónoma y no sé sí es por voluntad política de taifas o por incompetencia de coordinar unos programas que a saber por qué son diferentes. O porque resulta divertido ver como un ciudadano en una ciudad que no es la suya se mueve con el sigilo de un drogadicto. Me descorazona que Google haya decidido no pagar derechos de autor por los libros que se vendan en su imperio y me refugio en la estrella Polar. Casualidad o causalidad, el ángulo con que se ofrece a mi mirada es el mismo en la terraza de mi casa de San Sebastián y en el balcón de la de Madrid: los vecinos de enfrente no, unos están en Bretaña y los otros en la Bola del Mundo, la de Guadarrama. Por fortuna las anchoas excelentes, como siempre en temporada.

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