Lienzo, tafetán u otra tela que se asegura por uno de sus lados a un asta o a una driza. Las banderas dan mucha tela que cortar, pero uno no es vexilólogo, las tertulias siempre deben tomar un tono amable y recordemos que la bandera española es la lantana crocea, verbenácea de corola amarilla que luego tiende a rojizo azafranada.

Hablemos de un trozo de tela rectangular a modo de insignia o señal que genera opiniones más encontradas imposible, de la poética de García Lorca, «en la bandera de la libertad bordé el amor más grande de mi vida», a la como mínimo escéptica de Norman Mailer, «las banderas me ponen incómodo». O la anotada por Julio Laso Barriola en su Breve historia de Eibain: «Primera acepción: símbolo de la patria, supremo recurso de los malos equilibristas y de los mediocres poetas para arrancar un seguro aplauso. Segunda acepción: sustitúyase equilibristas y poetas por políticos». Las banderas se besan y se queman, hay tantas emociones y tanta explotación de la misma señal. De niño me encantaba jugar con las banderas de señales marítimas, mi padre era marino mercante, de ahí la proximidad, y sabía que la ajedrezada era una negativa, que la francesa era un no molesten (quizás estuviesen pescando), la amarilla un aviso de cuarentena, la de aspa roja sobre fondo blanco una solicitud de ayuda, otras cuyo significado no recuerdo, muchísimas, todas preciosas y un juego ingenuo al que el único adulto que le ha sacado partido es el pintor irlandés Sean Scully inventándose otras tantas banderas de colores de precios atlánticos, un alquimista cuando dice: «Transformo la línea objeto en línea sujeto». En cualquier caso, un partido que no genera enfrentamientos, piénsese que en toda escenografía de guerra ondean banderas. Es difícil de asumir eso de que la bandera de mi pueblo es la más hermosa del mundo pero la del pueblo vecino también, de ahí que resulte entrañable la estrategia de una cadena de par­ques de atracciones de Te­xas/Estados Unidos, se llama Six Flags y en su entrada hace ondear la bandera de todos los países que por allí han desfilado y sorpresa, sorpresa, la primera una de Castilla y León. Como entrañable resulta la decisión de Nueva Zelanda de cambiar de bandera y elegir la nueva convocando un concurso de pintura, la actual se parece demasiado a la de Australia, quieren eliminar su memoria colonial, la Union Jack británica de su centón (un vexilólogo nunca diría de su ángulo superior izquierdo) e introducir algún símbolo maorí. Hay cuarenta finalistas, se han eliminado propuestas demasiado audaces como un kiwi que dispara rayos láser por los ojos y los diseños sensatos insisten en sus olas de surf, en sus helechos plateados y sobre todo en las estrellas de la constelación Cruz del Sur. Van a decidir en referéndum y estoy impaciente por saber el resultado. Que los símbolos no sean traumáticos ni generen conflictos es arduo empeño, de ahí que recuerde con nostalgia la bandera más hermosa de mi juventud, una bandera muy próxima, la de Portugal, el entusiasmo procedía de un error pero tan lejos del horror, de una canción que se repetía machacona por la radio, las banderas de Portugal: «Lavanderas de Portugal, muchachitas encantadoras, por el día van a lavar y de noche a enamorar, embrujo fascinador en el ritmo de sus paletas». Nada tan estimulante para un joven muchacho como eso de confundir bandera con lavandera encantadora y encima con ese toque golfo de la noche, la teníamos tan prohibida.

Destacados

Lo más leído