Citar el título de una obra en marcha trae mala suerte, pero en realidad lo que trae mala suerte es ser supersticioso. Nunca había recitado el nombre propio de lo que estaba escribiendo porque estaba seguro de mis fuerzas y de que por lo tanto el título terminaría en la portada de un libro de papel exhibido en las mesas de novedades de las librerías, pero ahora he roto el hábito y con cualquier disculpa recito el título: Demolición. Estoy escribiendo una novela que no estoy seguro de terminar, de ahí el título voceado a troche y moche, un mantra contra la superstición o una coartada de cumpleaños, demasiados.

Recuerdo de dos amigos. Camilo J. Cela se pasó la tercera mitad de su vida hablando de Madera de boj y cuando por fin la publicó su texto se exhibió como una colección de bellos y bien escritos apuntes que bien podían haberse constituido en una de sus más brillantes novelas. Lorenzo Andreo, el autor de El Valle de los Caracas, era el otro boticario superviviente del acto fundacional de AEFLA, y en mi anterior tertulia le reclamaba: «Lorenzo, ¿dónde estás? Si me lees, llámame», y la respuesta al reclamo no pudo ser más desoladora, alguien anónimo, quizás un pariente, me comunicó que acababa de fallecer en Alhama de Murcia, su pueblo natal. Explicar lo obvio es trabajo sin recompensa que genera melancolía; de ahí que recurra a anécdotas, metáforas de la demolición. De nuevo estoy en Sitges, pensando en las musarañas, pero esta vez con el cuerpo quijotescamente apaleado por una caída brutal que no deja de tener una versión encantadora; de ahí lo de quijotesca. Jugador juvenil de baloncesto, me sigue encantando el deporte de la canasta como a mi nieto Luis, y en cuanto tenemos ocasión competimos, me gana en los encestes desde cualquier distancia y en el forcejeo del uno contra uno a no decir. Luis acaba de cumplir su espléndida mayoría de edad y el chocar contra su cuerpo fue el intento de imaginarme en su sazón, perdí el equilibrio y me desplomé sobre el cemento, una caída lenta y reiterada como la de un film de Sam Peckinpah. Me tricé una costilla y mi visión se hizo doble, mas por fortuna el marcapasos salió indemne del trance. La cariñosa solicitud de mi contrincante es una experiencia compensatoria con la que no me molestaría haber puesto el punto final a mi esquiva pero ineluctable Demolición. Abrazados toda esa radiante juventud y alguien con los años de la última vanguardia, eso es literatura. La inconclusa novela trata, lo intenta, de la última peripecia de un artista conceptual que desesperadamente busca un gesto redentor para sus fallidas vida y arte sabiendo que nunca podrá ser un acto tan entrañable como el que acabo de contar, ni el desplante apoteósico del torero seguro de salir por la puerta grande. De esa continua duda entre cómo un urinario cambió el curso histórico de la plástica y el por qué los niños no lo hacen igual cuando sí parece que lo hacen: el enigma de la lata de sopa de Warhol. O de recurrir a la sublimación de la precariedad, la performance, algo para los ojos privilegiados de los presentes y que sólo deja tras de sí la sombra de un recuerdo como destrozar la vajilla de la abuela o pintarse un pajarito en el pene. Resucitar en público sí sería imbatible, más que el hara-kiri, pero exige un esfuerzo demoledor. Enciendo un habano, parece que la costilla lo resiste, y quizá sea ese el gesto que le ofrezca a mi descorazonado protagonista por más que la crítica lo tome por autobiográfico. También le doy un consejo: «no te desanimes, con poner un título y cambiar el contexto de la obviedad van que se matan». Sí, claro, nosotros también.

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