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  • La primera vez

Desde el momento de nacer hacemos cosas que hacemos por primera vez, o nos pasan por primera vez, lo cual no quiere decir que las recordemos ni mucho menos las consideremos inicio de un proceso significativo. No recuerdo las primeras palabras que aprendí a leer, quizá las de ese perenne letrero en el ascensor de casa: «No funciona». Otras primeras cosas sí son inolvidables, sobre todo cuando eran peligrosas, prohibidas y no digamos pecaminosas. Pedro, un tertuliano, me envía sus dudas sobre la primera vez en que fue consciente de que se le pasaba la vida, y en su lúcida enunciación mucho me temo que (casi) todos coincidimos.

En la playa de Waikiki, jugando con los niños a saltar los charcos que la ola al retirarse dejaba tras de sí. Confiabas en tus fuerzas físicas, las conocías quiero decir, aún jugabas de vez en cuando un partido de baloncesto, no oficial, claro, tampoco entero, con aficionados, amigos ex de tu equipo y con los antes rivales de otros equipos, con quien por allí pasara y le apeteciese. Sabías la distancia que podías salvar, saltaste y te sorprendió caer en medio del charco.
En el barrio más ajeno, distante y así de Palermo, de noche, en un taxi cuyo taxista no daba con la dirección y te pidió consultases tú el callejero mientras él conducía. Te pasó el panfleto con un índice de palabras diminutas, cada vez imprimen con tipos más pequeños, dijiste, y el taxista te replicó incómodo: póngase las gafas. Ni tenías ni te habías puesto unas gafas graduadas en tu vida, tenías una vista de lince, con una escopeta de aire comprimido le habías dado a un pardal en lo alto de una higuera, pero antes y de lejos, no ahora y de cerca. Encienda la luz, pediste un tanto airado, te sorprendió el que ni con luz ni haciendo un gran esfuerzo de acomodación pudieras leer el nombre de la calle.
En la pastelería Marina de Medina de Rioseco, aquella chica, al recoger sus marinas, derribó su taza de café y empapó el envés de tu mano derecha. La disculpaste, tampoco tenían tanta importancia las manchas en la camisa, en el pantalón no recuerdas, si lo memorizas es por cómo al limpiarte la mano emergieron insólitas las manchas de la piel hasta ese momento inadvertidas como hilo de la sangre. Esa irregular elipse próxima al pulgar era la misma que lucía tu padre antes de morir, la misma que de niño te llamaba la atención en la mano del abuelo cuando te ofrecía, no lo objetivas, cualquier regalo, de rebote su cantinela de «café, copa y puro y las vueltas del duro». Las mismas pecas, calcadas, reencarnándose generación tras generación y ahora tuyas.
Pedro, no es ese su nombre pero podría haber sido él, se extiende en anécdotas varias del mismo tipo, de una cotidianidad sin drama ni mucho menos tragedia, la primera cena pantagruélica que le costó una noche insomne, a él que tanto se mofaba de aquel dicho de «de buenas cenas están las tumbas llenas» y el botillo lo mismo de comida que de cena, anécdotas que como las horas todas hieren, hasta una última en su retahíla con la que se apercibe de la estación, otoño/Alonso Martínez. En el metro, el muchachito ecuatoriano se levanta y te cede el asiento educadamente: señor, si me permite. Y caes en la cuenta de que ya hace medio siglo desaparecieron los letreros de «asiento reservado para caballeros mutilados». La vida sigue y alguien, ahora mismo, oye por primera vez la recomendación aún vigente de «colóquense a los lados de la puerta para no entorpecer la salida». No creías tener mutilación visible y meditabundo sales del vagón procurando no introducir el pie entre coche y andén.
Todos somos Pedro o como si lo fuéramos.

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