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  • En el lugar del crimen

Uno es, dicen, de donde hace el bachiller, pero he vuelto a esa esquina de mi colegio y es un Hipercor. Veinte años son nada, cantan, pero son la mitad de mi ausencia y los condiscípulos supervivientes están muy mayores, lo son, charlamos de enfermedades y nietos y nunca de chicas. 

Las chicas que pasan por la calle, y no digamos los escaparates de sus tiendas de ropa, podían haber ilustrado las páginas del París-Hollywood. Muy mayores. Nadie sabe quienes son esos futbolistas en la vieja foto de Deportes Condor: Di Stéfano, Rial y Gento. Falta Marsal, era del barrio y jugaba en el Pilar. El criminal siempre vuelve al lugar del crimen y el hombre honrado, el que por tal se tiene, portal a portal trata de reconocer su colegio, su barrio, en donde todo sigue igual siendo diferente o viceverso a verso se siente desplazado. Complicado emplazamiento si digo la verdad. La casa de mis padres pasó de ser Torrijos veintiséis, cuarto, a ser Conde de Peñalver treinta, sexto, sin moverse un solo ladrillo del edificio, complicado fenómeno cuántico. «Anoche soñé que volvía a Manderley». La cervecería Cruz Blanca se llama Santa Bárbara y el cine Narváez es el Renoir Retiro. La charcutería que se proclamaba «expendeduría de idiomas y talentos» ha desaparecido. La estación de metro se sigue llamando Lista pero la calle es Ortega y Gasset. La explanada de la vieja plaza de toros en donde jugábamos al fútbol, pista de tierra batida por toda suerte de quinquis, zofilechos, perdedores y suicidas varios, está ocupada por el Palacio de los Deportes, palacio que no es el que yo vi construir. Curiosa la rotulación de muchos escaparates: se vende, se alquila, se traspasa, liquidamos por fin del negocio y un ditirámbico «cerramos porque nos da la gana, ahí os quedáis». No he localizado ningún «se cogen puntos a las medias», pero sí un dramático añadido al se compra oro, «oro y papeletas del monte». Fastuosas vidrieras, en argentino, del monte Carmelo al monte de Piedad. Entre la fauna urbana curiosos emprendedores de la mendicidad, en las puertas del monte El Corte Inglés extraños porteros de origen afro no americano llaman princesas a las damas y papi a los caballeros. Damas y caballeros, chicas y chicos, pasean con un imprescindible artilugio colgado de la oreja preguntándose incansables: «¿Dónde estás?». Los pendientes son piercings y los cuerpos no por ir tatuados pertenecen a viejos lobos de mar, tampoco a legionarios. Aún hay puestos de periódicos, pero muy poca prensa se pasea por la calle. El saber ya no ocupa lugar puesto que ya no hay que acumular libros en casa, el papel está en trance de desaparecer y los de la revista de cine La Gran Ilusión me informan de que este es el último número en tan frágil soporte, a partir del próximo en virtual. Sorpresa el dar con esa mínima y encantadora librería de barrio que se llama Libros y que regenta la nieta del librero a quien en un lejano día le compré «la alegría de vivir» de un tal Saroyan, mi primera compra. Un libro y una caña con pincho de anchoa y aceituna. Los de las castañas asadas también vendían boniatos, hoy los boniatos en las delicatessen. Al cine le está pasando lo que al papel; el Salamanca, esa joya de la arquitectura racionalista, es un almacén C&A. Siempre se vuelve al lugar del crimen y al de la felicidad. Los años no nos vuelven sabios sino dubitativos. Quizás haya vuelto para presentar mi último libro, o novela, o pieza teatral, o lo que sea, un título, ya sabéis, lo del outsider o desplazado. Quizá La estrategia del outsider sea la de simular que el desplazado aún sigue vivo por seguir viviendo en su viejo barrio, ya tan ancho y ajeno. Lo dilucidaremos en la próxima tertulia si es que el libro ya está en la calle. Que lo estará por poco tiempo.

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