Soliloquio de licántropo insomne en el balcón de su casa, inviable edificio racionalista de ladrillo visto. Pongamos que se titula «Paisaje nocturno, urbano, madrileño», relato inédito que nunca se publicará porque quizá no tenga ánimo, o mala uva, para escribirlo. Cuando les vi el vagabundo ya estaba en el cajero. Un matrimonio muy mayor, septuagenario supongo, elegantes, bien vestidos, de andares equívocos. Me acuesto tarde, serían las tres de la mañana, según costumbre salí al balcón para contemplar la luna y encender el último pitillo de ayer. La calle silenciosa, apenas algún taxi de vez en cuando, y de solitaria se podían oír los pasos de los dos transeúntes. Les vi venir de lejos, elegantes, puede que demasiado abrigados para la fresca pero agradable noche. Él con gabardina larga, no de exhibicionista sino de todo lo contrario, la manejaba como disimulo. Ella igual, con un tres cuartos de fiesta no para exhibir sino para ocultar. Procuraban ocultar las bolsas de plástico que transportaban. Me llamaron la atención sus maniobras. Ya más próximos advertí que sus ropas eran vintage con su tiempo de esplendor ya caducado y los brillos del uso. Ropa pulcra, cuidada, vieja. Sus maniobras describían perfectamente su actual tragedia. Se paraban ante el contenedor de la basura de cualquier bar, cafetería o restaurante y era él quien separaba, indagaba. Seleccionaba con meticulosa precisión los desperdicios alimentarios. Los vegetales como restos de lechuga, trozo de colifor, rodaja mínima de tomate... a la bolsa de verduras. La mujer, mientras, sostenía las bolsas, carpetas de un fichero esencial, con movimientos de ofrecimiento, apertura y cierre no menos precisos. Hueso con restos de pollo, reborde grasiento de filete, piltrafa de bacon... a la bolsa de carnes. Distinguí dos bolsas más, frutas y pescados, y una complementaria para la prensa: páginas arrugadas del público, del país, del mundo. Se avergonzaban de lo que hacían pero lo hacían con la serena profesionalidad con la que habían ejercido en otro tiempo su trabajo de ejecutivos y lo imaginé en una inmobiliaria internacional. Les supuse cultos, simpáticos y viajados. Si un coche les iluminaba con sus faros detenían su acción y cubrían las bolsas con sus largas ropas de abrigo. Si algún noctámbulo de resaca, o paseante de perro, se cruzaba en su camino repetían la estrategia. En esas pausas parecían sufrir. En un momento más delicado, un grupo de amigos despidiéndose sin terminar de hacerlo, repitieron la maniobra y justificaron su detenimiento señalando él un punto de supuesto interés en la fachada del edificio de enfrente y asintiendo ella con afirmativos movimientos de cabeza, hablando los dos en voz queda a saber de si miré los muros de la patria mía o mira ese balcón en la fachada de ladrillo mudéjar del edificio racionalista. Pude contemplar sus rostros pero no les identifiqué, no serían del barrio y tampoco ninguna otra noche les había visto. Supongo se afanarían por calles alejadas de su hogar, apartamento ya sin calefacción y con los muebles de estilo en la almoneda, precisamente para no ser reconocidos. Supuse la incomodidad de cambiar de barrio cada noche. Tardaron lo suyo en desaparecer de mi campo de visión, era tan lento su minucioso escrutinio. Cuando apagué la colilla para irme a dormir, el huésped del cajero del BBVA de enfrente llevaba horas roncando. Pasó una sirena arrastrando tras de si dos coches de policía y una ambulancia. Tomé un stilnox y me metí en la cama.

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