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Me abriría las venas, haría cualquier cosa, pagaría lo que me pidieran, me encantaría es mejor expresión porque encantamiento sería la magia de vivir fuera de la realidad o revivir/releer ese fragmento de pasado cuyo valor supera con caras y cruces el del oro de las monedas de nuestra fragata Mercedes, rescatado o secuestrado por el Oddisey. 

Ocurre cuando revuelves libros y papeles, cuando cambias de estudio y en el intento de dar con un nuevo orden clasificatorio emergen insospechadas fotos, páginas, incluso manuscritos de un tiempo cargado de esperanza, de ilusiones varias, de cuando decías eso de me abriría las venas por llegar a publicar un libro y tener un lector, con uno sería suficiente. Pero el fragmento que memoro no dejó rastro porque su destrucción era parte indispensable de la terapia. De cuando uno era un adolescente huraño y azul. Creía entonces más en el fenotipo que en el genotipo, en la experiencia más que en la herencia, superioridad en la que sigo creyendo a pesar del ADN y el genoma humano. Digamos en la libertad, o en la fuerza de voluntad, a no elegir, no son incompatibles. Ahora esa fe está en entredicho con tantas evidencias genéticas y cuántos libros de autoayuda: ese buenismo conductista de Eduardo Punset. Daría lo que me pidieran no ya por conservar, con un vistazo de lectura rápida me conformaría, por un folio, una página arrancada del cuaderno escolar en donde mi adolescencia descargaba, describiéndola, intentándolo, toda su angustia existencial cargada de tristeza pero también de entusiasmo, envidiable mezcla explosiva. Creo que me autopsicoanalizaba, algo así, y sin ser consciente de ello, según un método propio. Uno, entonces tan impaciente y anárquico, lo que no daría ahora por echarle un vistazo a tan metódica impaciencia e ingenuidad. Sobre un problema, y cualquier inconveniente serio o nimio se hacía trascendente. Ese rechazo de la vecinita del sexto derecha, por ejemplo. O ese suspenso en latín con una traducción que consideraba impecable. O la muerte de Don Alfonso, el canario de la abuela. Centrado el asunto, la escritura rápida, automática, intuitiva, lo primero que aflorase en la imaginación, lo que años después los publicistas llamarían brainstorming, tormenta de ideas. Seguido, de seguido y sin levantar la plumilla del papel hasta saturar por completo y sin márgenes la hoja en blanco, quizá rayada o cuadriculada. Tema, escritura y pausa. Breves minutos de pausa, se me hacían eternos, y lectura de lo escrito. La lectura con deliberada morosidad, tratando de escudriñar las secretas asociaciones, reflexionando sobre lo allí expuesto, tratando de asimilar las contradicciones manifiestas y regodeándome en los fugaces aciertos emocionales. Resulta casi increíble, pero el artilugio funcionaba. Más o menos, pero siempre funcionaba y siempre conseguí alivio para soportar el problema con semejante ejercicio de irreflexión sobre el mismo. Creo recordar que en esas líneas deliberadamente disparatadas siempre había una referencia a la mismidad más íntima, volvamos a decir fuerza de voluntad o sacar fuerzas de flaqueza, nunca dije «libre albedrío», y ahora, al recordarlo, sonrío. Me gustaría releer alguno de esos textos, parte sustancial de tanta ingenuidad acumulada. También me gustaría conservar parte de esa ingenuidad entusiasta. Recuerdo el método y la intención, pero no el texto, ni siquiera un párrafo que incluir aquí a modo de cita. Me abriría las venas por conservar una de esas páginas, sin duda las mejores páginas que jamás haya escrito, sin duda las más eficaces, pero ni siquiera me molesto en buscarlas en este nuevo traslado porque no pueden existir. La fase final de mi autoanálisis era comerme la página escrita y sin esa ingesta la terapia era nula. Qué lúcidas extravagancias hacemos de jóvenes. «El dilema del hombre no es saber si existe vida después de la muerte, sino saber existir como tal después del nacimiento» es cita apócrifa.

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