Fármacos antiobesidad: travesía por el desierto

El alarmante incremento en las tasas de sobrepeso y obesidad en la mayoría de los países del mundo sigue siendo un problema de salud pública de primer orden que preocupa no solo a la clase científica, sino también a las administraciones y organismos gubernamentales responsables de la salud. La industria farmacéutica lleva años auspiciando ambiciosos planes de investigación centrados en el tratamiento de esta patología. A pesar de todo ello, el arsenal terapéutico para el tratamiento antiobesidad sigue su travesía por el desierto con el objetivo de encontrar nuevas alternativas terapéuticas eficaces y seguras para combatir esta enfermedad crónica –la obesidad– que la propia OMS catalogó en 1998 como «la epidemia no infecciosa del siglo XXI»

La obesidad se define como una acumulación anormal y/o excesiva de grasa que puede suponer un perjuicio para la salud. Para su definición cuantitativa, la OMS utiliza el índice de masa corporal (IMC): un parámetro simple que relaciona el peso y la talla corporal de la persona y que se calcula dividiendo el peso en kilogramos entre el cuadrado de su talla en metros. En adultos de cualquier edad y para ambos sexos, un IMC igual o superior a 30 determina obesidad.

Obesidad y sobrepeso son considerados estados perjudiciales para la salud, tanto por sí mismos como por sus comorbilidades, ya que son factores predisponentes a la aparición de otras patologías crónicas susceptibles de disminuir tanto la esperanza como la calidad de vida de las personas que las padecen. Entre los procesos que más comúnmente se asocian a la sobreadiposidad están:

• Cardiovasculares: hipertensión, hiperlipemia, cardiopatía isquémica, accidente cerebrovascular.

• Metabólicos: diabetes.

• Respiratorios: apnea obstructiva del sueño.

• Aparato locomotor: osteoartritis.

• Oncológicos: endometrio, mama, colon, etc.

Si bien este fenómeno puede presentarse a cualquier edad, su presencia resulta especialmente lesiva en el colectivo infanto-juvenil, ya que los púberes que la padecen pueden mostrar dificultades respiratorias, un mayor riesgo de fracturas, presentar hipertensión y/o hipercolesterolemia precoces u otros marcadores tempranos de enfermedad cardiovascular, resistencia a insulina y efectos psicológicos. Si no se toman medidas contra el ambiente obesogénico generalizado que impera en muchos países, se estima que muchos de los individuos afectados podrían ver disminuida su esperanza de vida entre 8-10 años respecto a la de sus progenitores.

Finalmente, hay que indicar que la obesidad ha dejado de ser solo un problema de los países desarrollados. Así, cada vez resulta más frecuente encontrar en países de ingresos bajos o medianos, especialmente en entornos urbanos, la coexistencia entre desnutrición y obesidad: los niños reciben una nutrición insuficiente, pero a su vez están expuestos a alimentos hipercalóricos, ricos en grasa, azúcar y sal y pobres en micronutrientes, que suelen ser poco costosos. Ello, junto con una escasa actividad, propicia un aumento brusco de la obesidad infantil en un entorno en que la problemática de la desnutrición continúa vigente.

Retos de los tratamientos antiobesidad

Una de las dificultades a las que deben hacer frente las investigaciones farmacológicas antiobesidad es que su aparición está condicionada por una combinación de factores endógenos y exógenos:

• Ingesta calórica: es un hecho aceptado que uno de los factores determinantes de la aparición de la obesidad es una ingesta excesiva y mantenida de calorías por el desequilibrio en los mecanismos que regulan la sensación de hambre y saciedad: el sistema nervioso autónomo y de la producción hormonal en el cerebro y otras partes del cuerpo, por ejemplo la leptina en el tejido adiposo o la grelina en el estómago.

• Hábitos nutricionales inadecuados: la dieta actual está marcada por una mayor presencia en la dieta de grasas, especialmente grasas saturadas, sal y azúcares refinados y empobrecida en cereales, legumbres, frutas y verduras. No se presta la debida atención ni a los horarios de las comidas principales ni al tiempo que debería durar cada una de ellas.

• Gasto energético: en un adulto con normopeso, se estima que entre el 15-20% de la energía ingerida con la dieta es utilizada para el mantenimiento del metabolismo basal, la termogénesis, la digestión y otras funciones fisiológicas. Este consumo energético «fisiológico» se encuentra disminuido en las personas obesas.

• Actividad física: el estilo de vida actual comporta una marcada reducción en la actividad física que realizamos, sin que necesariamente hayamos ajustado la ingesta alimenticia al sedentarismo de nuestra vida cotidiana.

• Herencia: la existencia de un cierto componente hereditario en la aparición de una enfermedad crónica como la obesidad ha sido demostrado en múltiples ocasiones. No obstante, no siempre resulta fácil disociar la predisposición heredada de los patrones de alimentación familiares compartidos en el núcleo familiar y aprendidos desde la niñez.

• Factores psicológicos: la comida desempeña a menudo un rol de «mecanismo de defensa» frente a la ansiedad. Muchas personas son obesas porque acaban recurriendo a determinados alimentos de forma compulsiva como una reacción compensatoria ante situaciones de estrés o ante las pequeñas frustraciones cotidianas, con lo que entran en un círculo vicioso difícil de romper.

• Factores socioeconómicos/culturales: se ha demostrado que existe una estrecha relación entre obesidad y bajo nivel cultural. A igual educación, la obesidad suele disminuir a medida que aumenta el poder adquisitivo.

Todo ello da una idea del contexto en el que se enmarcan los tratamientos farmacológicos antiobesidad; su evaluación administrativa por parte de las agencias reguladoras y las dificultades que comporta incorporar nuevas moléculas con esta actividad.

Por un lado, prevalecen las dudas sobre la naturaleza patológica de la obesidad: a pesar de los riesgos cardiovasculares y metabólicos que comporta y de la pérdida de calidad de vida para los pacientes que la sufren, sigue sin ser aceptada formalmente como una enfermedad. Ello hace que se extreme el «principio de precaución» a la hora de evaluar cualquier nueva incorporación al arsenal farmacológico antiobesidad.

Por otro lado, al considerarse un fenómeno de etiopatogenia multifactorial y no totalmente establecida, las armas terapéuticas de elección seguirán siendo el tratamiento dietético, la modificación del estilo de vida y el ejercicio físico. El uso de fármacos antiobesidad no se contempla nunca como una alternativa exclusiva o de primera elección, sino que solo estaría justificada como coadyuvante de la terna anterior. En este caso, se convierte además en un refuerzo motivacional que mejoraría el cumplimiento terapéutico de la estrategia global para retornar a la persona a su peso adecuado.

Tampoco hay que olvidar que los fármacos no curan la obesidad: ninguno de ellos permite liberalizar el aporte calórico y su efectividad finaliza al suspender el tratamiento, por lo que de nada servirá su administración durante un cierto tiempo si no se han corregido los comportamientos y las causas físiológicas y/o psicológicas que desencadenaron su primera aparición.

Estas circunstancias, junto con la elevada prevalencia de esta enfermedad –que provocaría el elevado consumo de cualquier eventual medicamento que la combatiera efectivamente– hace que las autoridades reguladoras se muestren muy exigentes en cuanto a la seguridad de cualquier nuevo fármaco en este campo que sea sometido para su evaluación. Al existir estrategias terapéuticas alternativas, cualquier nuevo fármaco antiobesidad no solo debe demostrar que es más eficaz que sus antecesores, sino que además tiene un perfil de seguridad impecable.

Los partidarios de asumir riesgos en este campo contraargumentan que si no fuesen necesarias y urgentes las alternativas farmacológicas para combatir esta enfermedad, ni su prevalencia sería tan elevada ni su evolución tan alarmante. Cuestionan alguna de las decisiones tomadas sobre estos fármacos (especialmente la suspensión de la sibutramina por la EMA) por considerarlas precipitadas y sugieren que bastaría con realizar una elección del fármaco individualizada para cada paciente tras evaluar los riesgos asociados a su uso; excluir la administración a personas en que concurra alguna contraindicación y administrar cualquiera de estos fármacos bajo estricta supervisión facultativa.

Historia «negra» de los tratamientos antiobesidad

Los primeros fármacos antiobesidad fueron aquellos que actuaban sobre los centros del apetito y la saciedad (anorexígenos) por vía noradrenérgica, serotoninérgica o ambas. Los primeros eran derivados anfetamínicos y si bien tenían un marcado efecto supresor del apetito tenían también una considerable capacidad adictiva, por lo que fueron eliminados del mercado farmacéutico. Fenfluramina y dexfenfluramina eran inhibidores serotoninérgicos que no solo reducían el apetito, sino que disminuían selectivamente la apetencia del individuo por los hidratos de carbono. No eran estimulantes y no eran susceptibles de abuso, no obstante su vinculación con hipertensión pulmonar y la aparición de lesiones valvulares permanentes acabaron provocando su retirada definitiva.

La sibutramina era un anorexígeno que basaba su acción en la inhibición de la recaptación cerebral de noradrenalina y serotonina, con lo que se producía un control del apetito y un incremento del gasto metabólico basal. Era capaz de provocar una pérdida significativa de peso, dosis-dependiente y con un buen perfil de tolerancia. No obstante, los resultados del estudio Scout demostraron que su administración provocaba una mayor incidencia de episodios cardiovasculares que hacía desaconsejable su uso para perder peso.

Uno de los tratamientos más recientes con final truncado lo constituye el rimonabant, un antagonista del receptor endocanabinoide CB1. El endocanabinoide es un sistema fisiológico presente en el cerebro y en los tejidos periféricos (incluidos los adipocitos) que regula el balance energético, el metabolismo glucídico y lipídico así como el peso corporal. En las neuronas del sistema mesolímbico modula la ingesta de alimentos ricos en azúcares o grasas. A pesar de su futuro prometedor fue retirado a los pocos meses de su lanzamiento a causa de su vinculación con la potenciación de la depresión y de las ideas autodestructivas de algunos de los pacientes a los que era administrado.

Situación actual

Lo cierto es que se trata de un área que, a pesar de su evidente atractivo comercial y de la elevada inversión investigadora que se ha desarrollado a su alrededor, tiene actualmente muy pocas opciones farmacológicas accesibles. Tras la recomendación efectuada por la European Medicines Agency (EMA) el 21 de enero de 2010 acerca de la suspensión de comercialización de la sibutramina por sus potenciales riesgos cardiovasculares, orlistat quedó como la única alternativa en Europa para tratar la obesidad.

La administración oral de orlistat, en combinación con una ligera dieta hipocalórica y baja en grasas, está indicada para tratar pacientes con sobrepeso –con un índice de masa corporal superior a 28– y a los que se asocien otros factores de riesgo o a pacientes obesos con un IMC mayor o igual a 30.

Orlistat no actúa inhibiendo el apetito, sino que su mecanismo de acción se basa en el bloqueo de las lipasas gastrointestinales, evitando de este modo la digestión y absorción de las grasas incluidas en la dieta. Orlistat forma un enlace covalente con los residuos de serina del centro activo de las lipasas gástricas y pancreáticas, impidiendo la hidrólisis de los lípidos aportados en la dieta y, por tanto, la obtención de ácidos grasos libres y monoglicéridos absorbibles.

Su acción en el lumen del estómago y del intestino delgado permite que aproximadamente el 30% de los lípidos ingeridos no sean digeridos y se expulsen con las heces, favoreciendo así la pérdida de peso. Por consiguiente, evita que algo menos de un tercio de la grasa ingerida sea utilizada como fuente de energía o se convierta en tejido graso.

Como contrapartida, la administración de orlistat impide la absorción, en igual proporción, de vitaminas liposolubles: A, D, E y K.

Futuro de los antiobesidad

Como no podría ser de otro modo, la investigación antiobesidad sigue atacando múltiples dianas (análogos de leptina, moduladores de la conducta, antagonistas cannabinoides, inhibidores de la lipasa pancreática, inhibidores de la proteína cinasa GRK2, etc.). Entre las alternativas en fase de desarrollo se encuentran algunos como: tesofensina (antiparkinsoniano con efecto sobre noradrenalina, dopamina y serotonina que ha dado buenos resultados como anorexígeno); lorcaserina (serotoninérgico selectivo que no presenta efectos adrenérgicos); exenatida y liraglutida (análogos del péptido similar al glucagón tipo 1 [GLP-1]), etc.

Aparte de estos, existen líneas de investigación que intentan llenar el vacío terapéutico en tratamientos antiobesidad a base de utilizar fármacos «clásicos» fuera del contexto de su indicación principal y por una vía de administración que no es la habitual. Un ejemplo de ello sería la utilización del formoterol (antiasmático de nueva generación) por vía oral; topiramato (antimigrañoso) solo o combinado con fentermina o la combinación del bupropión y naltrexona, utilizado habitualmente para el tratamiento de la adicción al tabaquismo y los opiáceos. En todos los casos se trata de propuestas alternativas que tienen aún un largo camino por recorrer antes de ser reconocidas como alternativas farmacológicas antiobesidad.

Un campo en el que se está avanzando de forma potente es la epigenética, disciplina que estudia el papel de algunas modificaciones covalentes en el material genético que, sin variar la disposición de los nucleótidos, afectan a la expresión de los genes (una misma secuencia de ADN en dos individuos podría expresarse o no dependiendo de marcas epigenéticas). Así, el estudio epigenético de un individuo con peso excesivo permitiría evaluar el riesgo de que acabe desarrollando obesidad y/o alguna de las comorbilidades asociadas; predecir la potencial respuesta ante un tratamiento dietético; diseñar una dieta personalizada efectiva o, a la inversa, abriría la puerta a cambiar mediante la nutrición el patrón epigenético de un individuo y conseguir regular por esta vía su peso corporal.

¿Y entre tanto?

El tratamiento efectivo y seguro de la obesidad sigue siendo actualmente un importante reto en el campo médico, por lo cual las distintas líneas de investigación presentan un gran atractivo tanto por su naturaleza como por el gran número de pacientes afectados. Sin embargo, la prevención de la obesidad y del sobrepeso, así como cualquier otra enfermedad no transmisible directamente asociada a este estado es posible y está actualmente bien parametrizada.

El apoyo y la formación que reciba el paciente, tanto a nivel individual como colectivo, es uno de los pilares fundamentales de esta estrategia preventiva. El exceso de peso que caracteriza estos pacientes mantiene una estrecha correlación con hábitos alimentarios poco saludables y con una baja o nula actividad física; ambas conductas muy extendidas en las sociedades actuales cuya corrección, preferiblemente desde edades tempranas, es determinante para revertir esta marcada tendencia que sacude al s. XXI.

Las medidas a tomar en estos ámbitos son sencillas y, si bien en sí mismas no suponen un elevado coste económico, los resultados de su correcta implantación sí tendrán un retorno muy favorable en el gasto sanitario global de la sociedad.

Tanto a nivel individual como colectivo, es imprescindible fomentar e implantar el concepto de dieta sana y equilibrada, en la que predomine el consumo de frutas, verduras, hortalizas, legumbres, cereales integrales, frutos secos... en detrimento de alimentos con un alto contenido graso y de azúcares.

Del mismo modo debe normalizarse la realización de actividades y rutinas que lleven asociadas una cierta actividad física. La lucha contra el sedentarismo debe llevarse a cabo, por un lado, promoviendo la realización regular de prácticas deportivas –preferiblemente al aire libre– que supongan una actividad física moderada, completa y variada y, por otro, incorporando en la actividad ordinaria tareas y rutinas que supongan un gasto energético (traslados caminando, subir/bajar escaleras, tareas del hogar, etc.).

Para que alcancen su máxima efectividad es conveniente que estos hábitos se implanten desde edades tempranas para que así sean integrados como un modo de vida natural y no supongan por sí mismos esfuerzos adicionales.

La sociedad tiene como misión y deber facilitar la consecución de estas medidas y para ello dispone de recursos personales, estructurales y legales. Cabe destacar en este ámbito la realización de políticas y estrategias educativas y sanitarias dirigidas a todos los sectores implicados, la promoción de medidas que aseguren o mejoren una comercialización responsable, así como el acceso a un coste asequible de alimentos básicos y sanos, la autorregulación de los mensajes publicitarios relacionados con los hábitos de vida, la implicación de la industria alimentaria en la divulgación de mensajes con contenido formativo, la asequibilidad tanto física como económica a instalaciones deportivas, etc.

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