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Tecnología punta para trabajar la adherencia al tratamiento farmacológico: una tecnología de miradas

Tecnología punta para trabajar la adherencia al tratamiento farmacológico: una tecnología de miradas
Tecnología punta para trabajar la adherencia al tratamiento farmacológico: una tecnología de miradas

El tema de la adherencia farmacoterapéutica preocupa y, de hecho, es preocupante: representa un abandono, un abismo entre profesionales y personas, un conflicto no resuelto, un fracaso sanitario y social que tiene su raíz en un fracaso esencialmente ético. Sin embargo, a pesar de que las causas de la falta de adherencia estén en un plano afectivo, vivencial, social y cultural, las soluciones que suelen acogerse con entusiasmo no van dirigidas a trabajar estas esferas desde el diálogo, sino a adquirir dispositivos tecnológicos que nos permitan a los profesionales detectar las faltas de adherencia.

Microchips, bluetooth, smartphones, blisters inteligentes, y ahora pastillas digitales. Toda una ingeniería tecnológica de última generación (que pagarán los Sistemas de Salud) al servicio de un objetivo que puede resultar un tanto banal: ser nuestros chivatos. Que podamos vigilar si el paciente nos está engañando. Claro que si el método que hemos acogido con entusiasmo es un chivato tecnológico eso puede hacer previsible que las intervenciones en caso de falta de adherencia sean más de lo mismo, es decir, la coacción a través de sus muchas variantes: miedo, mensajes alarmistas, amenazas con quitar la custodia, órdenes judiciales que obliguen a una toma de medicación forzosa, etc. Ingeniería tecnológica, pero ¿al servicio de qué? Sin un compromiso ético, la tecnología no representa una ayuda humanitaria, sino una más sofisticada forma de coacción, y con un halo de fantasmagoría que nos puede nublar el pensamiento acerca de preguntas esenciales. La primera: ¿la tecnología de adherencia como fin en sí misma o como medio? Como medio, entiendo. Entonces, ¿cómo medio para qué fin?

A veces no nos damos cuenta de que los medios condicionan los fines. La pastilla digital es un «chivato tecnológico»; por lo tanto condiciona y promueve una práctica basada en la desconfianza y en medidas paternalistas y coercitivas.

¿Hay otra tecnología punta que, como medio, promueva otros fines más éticos? Sí. Os quiero poner un ejemplo que hemos puesto en práctica recientemente: un foto-voz para trabajar la adherencia. Tal como demuestra la «Ética del Discurso» (y siendo muy breve porque no es este el objetivo del presente artículo), se trata de cambiar la racionalidad estratégico-tecnológica (píldoras digitales) por una racionalidad que persiga como objetivo principal y prioritario la comprensión intersubjetiva (el entendernos mediante el diálogo). Es decir, entender la experiencia farmacoterapéutica (cómo está viviendo esa persona su medicación, cómo se relaciona con ella y qué emociones y pensamientos emergen de ese conflicto), como premisa ineludible para trabajar la adherencia (que en última instancia es la consecución de un consenso no coercitivo; un consenso libre fruto de un proceso dialógico). Tecnología punta: diálogo, comprensión, escucha, y técnicas de acción-participación comunitarias. Todo eso lo alberga un foto-voz.

Se trata de que los pacientes, consumidores, usuarios, personas en última instancia con proyectos vitales que les dan sentido a su vida, elaboren un discurso en torno al conflicto que les supone su medicación y lo pongan en común. Para ello, en una primera fase pasan de ser pacientes (muchos relegados a objetos pasivos con respecto a su salud) a construirse como artistas proactivos con la premisa de expresar eso que no se puede decir con respecto a su medicación.

Lo que no se puede decir con el lenguaje, que sí se puede intuir en una obra artística como puede ser una fotografía. Esa imagen que alberga una verdad ineludible. La premisa es: «fotografía todo aquello que tenga que ver con tu medicación y tu salud». Una premisa comunitaria. Todos realizan sus fotos con el asesoramiento de un fotógrafo profesional, y en nuestro caso, también contamos con una artista profesional: todo un lujo al servicio de esa revolución filosófica que supuso la Escuela de Franckfurt: el lenguaje al servicio de la comprensión intersubjetiva y no al servicio de falacias abstractas, retórica y demagogia. El lenguaje al servicio de la ética.

De pacientes a artistas. Y de artistas a creadores de discurso, a constructores de una voz comunitaria, a educadores y educados: a sujetos proactivos con respecto a su salud.

En las siguientes cuatro sesiones, las personas han traído sus fotografías y entonces, en grupo, elaboran un discurso en torno a la medicación, partiendo de esas obras artísticas, partiendo de «lo que no se puede decir». Creando un proceso epistemológico colectivo: construyendo un discurso que por primera vez emerge del silencio de la comunidad. Descubriendo una voz que sirva de interlocución al profesional sanitario que está moralmente obligado a escucharla, integrarla y dialogar en torno a ella.

Los cimientos sobre los que se construye el consenso (es decir, la adherencia) sólo pueden ser dialógicos. No están hechos de cromo y aluminio, sino de miradas. Y de un proceso de conocimiento mutuo. El discurso hegemónico elaborado por el tándem industria-sistema sanitario está bastante hecho. Pero ¿qué pasa con esos otros discursos? No están elaborados porque nunca han sido ni siquiera enunciados. Por lo tanto, no hay diálogo posible: sólo se ofrece la posibilidad a la adhesión al discurso oficial o a la exclusión del mismo, pero no hay un campo espacial para el entendimiento. La construcción de ese espacio de agencia democrática con respecto a la salud es la apuesta por un consenso elaborado con tecnología ética: un entusiasmo puro, moderado, y sin fantasmagorías.

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