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  • El amigo farmacéutico de Pla

Soy bastante formal en los correos, no ya en los tuits, y me despido siempre con un abrazo. No es extraño, pues antes he iniciado mi correspondencia con un «querido amigo», aunque en realidad casi no conozca a mi interlocutor. Sé que debería esforzarme por buscar un vocabulario más real, también más austero.

Si se trata de la amistad, tendríamos que reconocer que hemos devaluado el término hasta hacerlo insustancial. Si todos son amigos nuestros, ninguno es nuestro amigo. La amistad necesita cultivo, algo de paciencia, espacio y tiempo. ¿Amigos de un día y amigos de siempre? Pienso que para llamar amigo a alguien tendríamos que haber estado con él por lo menos dos veces.

No permitáis más propósito a la amistad que la consolidación del espíritu. Éste es el precioso consejo que Khalil Gibran propone a los lectores de El profeta, pero muchas veces nuestra amistad es interesada y otras es fatua. Estoy sentado en el salón familiar, aparece en la televisión un hombre importante y digo en voz alta: «Ese es amigo mío». Como mis hijos no se inmutan, añado a continuación: «Hemos cenado juntos la semana pasada». Es verdad, pero omito que se trataba de un homenaje, que había mucha gente en la cena y que apenas le di la mano.

«Te voy a presentar a una amiga.» Por lo menos no ha dicho «una amiguita», pero noto que el tono de mi interlocutor es equívoco y no quiero contestarle. Ahora, puesto que hay tanta sensibilidad a costa del género, lo prudente será volver a mirar al pasado que ya no deja al aire sus prejuicios.

Hace exactamente cien años, en el Cuaderno gris de 1918, Josep Pla nos introdujo a su «querido amigo» Pere Poch, que se incorporaba a una tertulia de café recién llegado de Santiago de Compostela, donde seguía estudios de farmacia. Desde el primer momento se le había atravesado la asignatura de «Técnica física y farmacéutica», descrita por Pla de una manera divertida y asombrosa. Suspendido reiteradamente en la Universidad de Barcelona, Pere había iniciado una peregrinación infructuosa por otros centros docentes, y eso había creado en él un complejo de inferioridad, timidez y resentimiento.

Poch es un amigo de circunstancia, tiene más o menos la edad de Pla y en seguida lo perderemos de vista. Antes, en la página correspondiente al 8 de marzo, había aparecido el señor Josep Gich, farmacéutico de la calle Cavalliers, a quien Pla recuerda ya viejo como una sombra. Se sugiere que la diferencia de generación puede obstaculizar la amistad y que ésta resulta más sencilla entre iguales.

Pero ocurre que más tarde, Pla, que generalmente abre las páginas de su cuaderno gris sin título propio, nos sorprende con un encabezamiento prometedor, precisamente «Los amigos», y allí encontramos a otro boticario. Es gerundense y se llama Almeda. Usa constantemente el diminutivo, sobre todo cuando habla con personas de otro sexo. «Sobre el granito –dice a sus clientas–, se pondrá esta pomadita» o «Antes de cenar tomará este jarabito con una cucharita.» Impresiona por su afectividad en el ejercicio diario de la farmacia, aunque en el trato con los amigos –nos advierte Pla– resulta un cínico glacial.

No me fío mucho de este juicio; la prosa de Pla es excelente, pero en cuanto a la amistad él era bastante escéptico. La dividía en tres grupos: «amics, coneguts i saludats». En castellano diríamos «amigos», «conocidos» y... no sé, no encuentro la palabra apropiada. Desde luego, no puede ser «saludable». Me gustaría preguntárselo al amigo Pla... Josep, Francesc...

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