«Es tarea de discretos hacer reír.» Ramón J. Sender ubicó esta cita cervantina al comienzo de su novela La tesis de Nancy, que alcanzó en su momento una considerable popularidad. Nancy era una muchacha americana que actuaba de animadora en los partidos de rugby de su universidad. En España, podemos admirar ese cometido ahora mismo en las pistas de baloncesto, aunque seguimos utilizando bárbaramente el apelativo cher-leaders. Aquel relato era de los años sesenta, antes de este tiempo accesible de internet en el que considero que la novela ya no tendría lugar. Nancy viajaba a Andalucía para completar el trabajo de campo de su tesis doctoral sobre los gitanos. Había leído a George Borrow y preparado bien el terreno en las bibliotecas, pero le iba a costar comprender una mentalidad genuina, y la anfibología le jugaría malas pasadas.
Así que Nancy tropieza y nosotros nos reímos. El verdadero tema del humor será siempre la condición humana y las equivocaciones. Si no se cae en una vara rastrera para interpretar a los demás, el sentido del humor es un magnífico corrector de pesas y medidas. Basta con situarse a suficiente distancia y mirarse principalmente a uno mismo. Basta con poner de relieve las diferentes interpretaciones bajo las cuales unos mismos acontecimientos se presentan a la consideración de distintos personajes.
La protagonista queda fascinada por el mundo calé. Cree en el ámbito mágico de duendes y mediadores. Escribe por ejemplo que, para que éstos puedan trabajar, es necesario acumular antes en un lugar sombrío una cantidad notable de leche agria y corrupta. Por esa mala leche se conjurarán las defensas posibles del busnó, duende negativo y perverso. Nancy se sorprende también de que en España haya gente empeñada en meterse en «terrenos cultivados de berenjenas», y no duda en considerar muy religioso a un hombre del que sus compañeros, que le conocen bien, afirman que es «un viva la Virgen».
El libro era una rareza en la producción temática de Sender, y tuvo dos primeras continuaciones de calidad semejante pero de menor resultado comercial: Nancy, doctora en gitanerías y El bato loco. En la segunda entrega, el lector tenía acceso a los borradores redactados por Nancy para su tesis, y en consecuencia al juicio de los profesores que la dirigían.
Naturalmente, en la trilogía subyace una crítica cordial de la visión que los americanos albergaban del pueblo español. Es muy posible que ese arquetipo haya cambiado hoy notablemente, favorecido con el acceso inmediato a la información, permitida por una nube mágica que, sin embargo, no permite profundizar en determinadas materias.
Sender, al mismo tiempo, extiende una mirada cómica sobre su propio universo académico y sobre la verdadera relevancia de ciertos estudios. Ocurre que las ciencias son diversas, y lo curioso no es que cada una haya creado su código de lenguaje, sino que haya establecido unas barreras peculiares, a veces sin diálogo con otras disciplinas.
Quizá por eso el valor de las tesis doctorales sea desigual. Junto a trabajos relevantes de fondo, encontramos numerosos buscadores de minucias, aportaciones subsidiarias y positivismos irrelevantes.
Por mi parte, no sé si estimar o rechazar una conspicua tesis del Departamento de Historia de la Literatura de cierta universidad, a la que he tenido acceso recientemente. Concluye con un descubrimiento sensacional: Homero no fue el autor de la Ilíada. Esa epopeya la escribió en realidad otro ciudadano griego, contemporáneo y coterráneo de aquél y que además se llamaba también Homero. De ahí la lamentable confusión secular que ahora se repara. Nancy, ya doctora, probablemente se reiría.