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  • La tortuga de Juan Mayorga

Como regla general, parece que la duración de la vida de los animales está relacionada con su tamaño al alcanzar la edad adulta, de manera que, cuanto más grande es la especie animal, mayor es la expectativa de vida que tiene. Sin embargo, las excepciones a esta norma son notables y están relacionadas con el índice de metabolismo: animales de sangre fría con un índice bajo tienden a vivir mucho tiempo.

Las tortugas son un buen ejemplo de longevidad. Recuerdo que, en el zoo de Madrid, habitaba un galápago verde, traspasado desde un acuario de Róterdam, del que constaba su captura al principio de la década de 1930. Tenía más de ochenta años y ahí estaba, tan campante, recorriendo una y otra vez el paisaje generoso, aunque a todas vistas insuficiente, donde había sido ubicado.

La tortuga de Darwin es una de las obras emblemáticas del dramaturgo Juan Mayorga y fue estrenada en el Teatro de la Abadía en 2008. ¿Qué sucede cuando un testigo contempla desde el suelo la historia reciente europea? ¿Cómo será su juicio sobre los hombres? ¿Cuál será su enseñanza?

En el drama de Mayorga, Harriet, la tortuga que Darwin se trajo a Europa, sufre, como consecuencia de estímulos extraordinarios, una evolución exponencial que la hace aparecer como humana. Era necesario presentar este factor escenográfico como tolerable, y Mayorga encontró a la actriz oportuna. Todas las tortugas, tanto terrestres como acuáticas, poseen un caparazón, y Carmen Machi se calzó uno a la espalda e hizo el prodigio de que una mujer pareciera una tortuga para representar a una tortuga que aparentaba ser una mujer.

Este quelonio tiene más pasado del que puede soportar. Si por un momento se sintió fascinado asistiendo en primera fila al prodigioso espectáculo del progreso, lo que a continuación vio de primera mano le hizo entonar un llanto desafiante y una protesta enojada. Qué tristeza la trayectoria de los hombres, el fracaso de un mundo tan bello que conduce a una tortuga, devenida en humana, a maldecir su destino.

Doscientos años de Europa no caben en las fichas de un catedrático de historia contemporánea. La curiosidad, el deseo de saber, se topa con la maldad en sus formas más tristes. ¿Auschwitz, Gulag, Hiroshima? Son lugares que pertenecen a un mundo que sólo podemos observar a través de los cristales y al que ya no tenemos deseos de seguir abordando. En ese mundo permanecen sucesos que impiden la conciliación y subsisten las palabras que perdieron su inocencia y prepararon muertes, aquellas palabras delatoras que marcaron a la gente que había que eliminar.

En la obra de Mayorga, un médico y un profesor se reparten la explotación del reptil de Darwin. El espectador contempla sus limitaciones, pues ellos mismos, aunque se parapeten en sus carreras académicas y lleguen a formular ideas filantrópicas, son víctimas de una mediocridad egoísta que los marca. Representan a las dos culturas, a las letras y a las ciencias, está claro, pero desarraigadas, puesto que han perdido todo sentido y toda posibilidad de reconducirse. La tortuga de Mayorga se nos aparece entonces como imagen del enorme desconcierto del hombre ante su propio espejo.

En presencia de una oportunidad tan deslumbrante, el doctor piensa resolver el secreto de la longevidad e imagina su triunfo de una manera mezquina. Consiste en patentar un producto farmacéutico que pueda venderse en tarritos: «No puedo ofrecerles la eternidad, pero sí una prórroga, y ellos pagarán lo que les pida. La gente es así: no sabe vivir pero no quiere morirse».

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