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  • Contra toda evidencia

José María Cabodevilla me lo dijo hace mucho tiempo, y yo quiero reproducirlo en mi tuit ahora. Recuerdo que era una tarde en la que hablábamos de lo divino y de lo humano. «No sólo debemos aprender a esperar contra toda esperanza –dijo–, sino que debemos pensar bien de los demás contra toda evidencia.»

«Piensa mal y acertarás». La sabiduría popular está atiborrada de pronunciamientos que van en contra de la afirmación de Cabodevilla, y que nos previenen y nos ponen a la defensiva. Sin embargo, yo me quedé con aquella enseñanza que merecía estar escrita en letras de oro: el hombre bueno se resiste y no sospecha de la maldad de los otros.

Verdad, belleza y bondad son tres virtudes intemporales. Howard Garned, el premio Príncipe de Asturias de 2011, las reformula para el siglo XXI y sostiene que, de las tres, la última ha cargado sobre sus espaldas algunos inconvenientes que la perjudican.

Existe el riesgo de confundir a un «hombre bueno» con un «buen hombre», y no sólo no es lo mismo, sino que a veces la ingenuidad puede ser un obstáculo para alcanzar la bondad verdadera, esa que se reconoce porque mejora a los demás. Estamos habituados a despreciar lo que se ha dado en llamar «buenismo», y también a contemplar con suspicacia a las personas que no son críticas y no consideran todas las circunstancias, por notables que sean. Decimos que así no se corrigen los defectos, pero la bondad no se abstrae ni se excusa. Se prueba en el crisol de la eficacia, de los hechos, de la asistencia al que lo necesita. «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y le asaltaron unos bandidos...»

Puede que la bondad consista en ponerse en el lugar de los otros, mientras que la caridad necesite algo más y sea como meterse en la piel del prójimo. «Más tarde pasó por allí un samaritano...» La bondad entonces sólo es verdadera cuando se ejerce desde dentro y no lleva cuenta de los servicios que hace. «Vosotros dais mucho y no sabéis que dais», exclama el profeta de Khalil Gibrán.

Pero, frente a otros valores, la bondad pierde cotización de manera alarmante. En nuestra sociedad se busca sobre todas las cosas la afirmación de la persona y el disfrute de lo que Albert Camus llamaría la «dicha sensible». Este imperativo debería ser sustituido por otro más audaz al que podríamos designar como solidaridad con el prójimo. No tengo nada en contra de la búsqueda cotidiana de aquella felicidad que se constata con los sentidos, de ese carpe diem que ya formuló Horacio en sus odas, sólo que, a la larga, me parece insuficiente.

Además, la gente buena contribuye a hacer agradable el ambiente cotidiano, ahora tan hostil, tan negativo. No decepciona y se la conoce precisamente en que resulta mejor cuanto mejor se la conoce. Suele estar acompañada por la inteligencia y también por el ingenio. Es capaz de disculpar y de dar la primacía al otro. Recuerdo a un amigo muy concreto que cumplía esas premisas. Jamás parecía importunarle la presencia de otra persona. Siempre era el primero en prestar un libro o un paraguas a algún conocido, pese a que ningún conocido devuelve nunca un libro o un paraguas. Indudablemente era feliz. Una vez llamé por teléfono a su casa, bien avanzada la noche. Al oír al otro lado su voz somnolienta le pedí perdón por haberlo despertado. No te preocupes, dijo él, «de todas formas tenía que haberme levantado porque estaba sonando el teléfono».

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