Era el 22 de octubre del año 1511, hace cinco siglos, que los boticarios de la ciudad de Barcelona se impusieron unas normas de cómo preparar las medicinas compuestas, y en el preámbulo del documento denominado Concordia se felicitaban de esta iniciativa. Era la primera vez en el mundo que unos farmacéuticos se ocupaban de una cuestión de tanto interés profesional como la calidad de los medicamentos que obtenían, imprescindible para conseguir su acción beneficiosa. Todo apunta que el interés de los boticarios barceloneses se movía en este sentido y fueron los boticarios de la ciudad de Zaragoza, unos años más tarde en 1553, en una recopilación que también merece elogios, los primeros que además fijaron unos precios para sus productos, precios que indirectamente aportaban un nuevo valor al concepto de calidad, dentro de los parámetros de bien social que siempre debe presidir todo producto para preservar, mejorar u obtener la salud. Este binomio calidad/precio ha venido planeando sobre el producto farmacéutico a lo largo de estos cinco siglos siendo una preocupación de las autoridades sanitarias de todos los países regularlo y protegerlo. El desequilibrio ha surgido cuando el estamento encargado de fijar los precios de los productos farmacéuticos ha coincidido en gran manera con el que debía pagarlos y ha acercado al medicamento a lo que conocemos como un producto de subasta, como una vulgar mercancía, pudiendo llegar a una oferta de concurso donde la calidad solo se supone pero no se nombra. El precio más bajo debe imponerse con independencia de los factores que ayuden a fijarlo y las garantías que estos puedan aportar. Incluso se pregona que el reducir el gasto farmacéutico nos salvará de la crisis actual. Un componente como el precio que siempre se ha interpretado como índice de calidad se ha convertido en factor de ahorro económico.