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  • La terapia del perdón

Dice Mario Bunge en su Filosofía política que en el relativismo la verdad es local, depende de la tribu y es, en consecuencia, múltiple. Es fácil, pues, entender el porqué resulta tan popular esta actitud: nos permite darle la razón a todo el mundo –y con ello caemos simpáticos a los que nos rodean– y además reducimos al mínimo nuestra exigencia de rigor intelectual. Con el relativismo llegamos a justificar cualquier fanatismo ideológico y, a poco que nos descuidemos, hasta aceptaremos –en un ejercicio de negligencia disfrazada de falsa tolerancia–  la xenofobia, el racismo, la opresión, la tortura e incluso el genocidio. Ponga el lector los ejemplos pertinentes, que son muchos. 

El relativismo nos hace cómplices de la miseria de los fanáticos, de los que defienden las soluciones finales, de los individuos hiperbóreos, de los portadores en exclusiva de esencias eternas, de los nuestros –siempre en contraposición a los otros– y de cualquier mequetrefe que se escude en la igual dignidad de las ideas.

Una idea no es lo mismo que un valor, entendido éste en un sentido ético. Las ideas puras lo aguantan todo, pero su relevancia no trasciende al más acá de la realidad si no es a través de los valores. Las ideas flotan en el éter mientras que los valores son detentados por personas concretas, que los ponen en práctica –o los rechazan– a través de la vida real y, en el mejor sentido de la palabra, los politizan hasta convertirlos en derechos y deberes, siempre ligados entre sí. Ideas como la loada libre competencia solo adquieren la dignidad de valor cuando se convierte en un comercio justo y no en una despiadada contienda siempre a favor de los más poderosos.

Los valores representan un obstáculo insalvable para el discurso de las ideas vacuas. Por ello, los ideólogos son enemigos juramentados de los valores, a los que acusan de las mayores perversiones. Nietzsche abominaba del cristianismo, al que acusaba en La gaya ciencia de llamar bondad a lo que solo es impotencia, obediencia a la sumisión, humildad a la bajeza y perdón a la incapacidad para vengarse. Eso es lo que ocurre a algunos hombres que no creen en ningún dios pero que los inventan a la medida para poder atacarlos y así proclamar la supremacía de su razón.

El universo se hizo inteligente y ético a través del hombre –y vaya usted a saber si también a través de otros seres con más y mejor inteligencia sentiente– y acabamos por descubrir que el sufrimiento y el mal no son principios absolutos sino tan solo una de las posibilidades –entre otras muchas– del bien; solo una solución que aparece cuando adoptamos determinados valores para las variables de nuestras ecuaciones éticas; una solución parcial en la que el tiempo juega en contra suya, porque el mal siempre tiene fecha de caducidad y acaba pudriéndose en las mazmorras del olvido, mientras que el bien es capaz de sobrevivir en las condiciones más adversas.

Sin embargo, hay algo no expresable en términos matemáticos en la evolución inteligente y ética de la materia; algo para lo que no existe ninguna lógica física que lo justifique. Se trata de la terapia del perdón.

Perdón; parece que no es nada ¡y qué almendra de milagro lleva dentro! comenta Alejandro Casona por boca de Estela, que acaba de perdonar al asesino de su marido, en la escena final de su obra teatral La barca sin pescador. Cuando perdonamos obtenemos la única victoria que es exclusiva del ser humano y que nos permite alcanzar la libertad plena; de hecho, solo somos libres cuando perdonamos sin condiciones. Y esa irracionalidad solo puede hacerla un ser bueno, además de racional.

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