No voy a hablar sobre la novela de Jean-Paul Sartre. Me voy a referir a la secuencia de síntomas progresivos del mareo. La Humanidad ha sufrido los males del mareo desde los tiempos más remotos. Ninguno de los grandes navegantes de la historia, viajeros, exploradores como Colón, Magallanes o Humboldt, se ha librado de la cinetosis. En ocasiones, las quejas de los marineros incluso dieron al traste con la expedición. Estos aventureros anotaban en sus cuadernos de bitácora las incidencias del viaje y sus impresiones sobre el mareo, al que definían como un mal deplorable, a cuyos efectos son pocos los que pueden sustraerse: «agonía sin peligro, pero cruel, acompañada de espasmos. Cuando el mar conoce a las gentes y las ha hecho ya prestar una especie de homenaje de bienvenida, es muy buen rey».

No faltan los testimonios de mujeres trotamundos como Emilia Serrano, baronesa de Wilson, novelista española de renombre en la primera mitad del siglo XIX, que recorrió el continente americano de norte a sur en numerosas ocasiones. Al igual que Aurora Bertrana, hija del escritor catalán Prudenci Bertrana, fascinada por los Mares del Sur. Ambas dejaron escritos unos cuadernos de viaje en los que no faltan descripciones de esos primeros días de travesía en los que se sentían morir debido a los incesantes mareos.
Leyendo una revista de 1869, descubro un artículo curioso con el título «Tratamiento del mareo en el mar». En él se nos indica que, cuando el mareo traspasa los límites de una simple indisposición, es decir, a las primeras señales, cuando comienza la sensación de desasosiego y malestar en la zona del estómago, hay que proceder de inmediato de la forma siguiente: «Friccionamos ligeramente la región epigástrica con un paño mojado en agua sola o con jabón; después, con 2-3 cg de sulfato de atropina y 30 mL de agua preparamos una loción que aplicamos en esa parte. Colocamos una plancha de cobre de 4,5 cm de diámetro en comunicación con un polo de un aparato de Ruhmkorg sobre el hipocondrio derecho, a 5 cm del ombligo. El otro excitador, provisto de una esponja húmeda, se pasea desde el hueco epigástrico hasta la placa, siguiendo la dirección de las curvas del estómago. Cinco o seis aplicaciones bastan generalmente en cada lado. Deben hacerse lo más cerca posible de los cartílagos.
En cuanto a la intensidad de la corriente, se graduará según la susceptibilidad de la persona y la intensidad del vómito. En ciertos casos, sería bueno emplear la escobilla metálica en lugar de la placa, a fin de producir una rubefacción enérgica y una revulsión eficaz. Hay que faradizar la excavación epigástrica antes de cada comida durante 2 o 3 días. No se puede dudar de las ventajas de la faradización contra el mareo.»
¡Vamos, como para unas prisas!
Parece ser que ese sistema fue un rotundo éxito en numerosas travesías entre Le Havre y Nueva York.
Años después, se empleaba «escopolamina», alcaloide del estramonio y belladona. Sólo que, según la dosis, podía producir confusión, midriasis, alucinaciones y hasta ceguera parcial.
La raíz de jengibre también daba buenos resultados para que las náuseas no fueran a más.
Por fin, el 6 de junio de 1952 llega a las farmacias españolas la pastilla milagro: Biodramina®. Ese año, el doctor catalán Joan Uriach comercializa en España el dimenhidrinato, ya empleado años atrás en Estados Unidos con los soldados que intervinieron en el desembarco de Normandía.
Se acabaron los problemas. ¡Buen viaje!

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