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  • Cuestión de suerte

Esto de la lotería, ya se sabe. Es lo que tiene; normalmente no toca. Sin embargo, el 2010 se cerró en Alcorcón –pueblo del extrarradio madrileño que lleva de moda algún tiempo– con el toque mágico de la varita de la suerte. Cayó el llamado gordo de Navidad y lo hizo en la administración que dista menos de 30 metros de la farmacia en la que ejerzo.

Televisiones, radios, vecinos, curiosos y todo tipo de fauna humana se dejó caer esos días por la plaza provocando un auténtico caos circulatorio.

En el barrio el convencimiento de obtener un buen pellizco era casi absoluto, sustentado en distintas razones de peso indiscutible: la primera, es una zona de Madrid muy afectada por la crisis, un importante índice de población activa se encuentra en paro –desempleada según la corrección política– y sin visos de resolver a corto plazo su situación. Ya se sabe que el favor del azar suele llegar precisamente a los colectivos más necesitados.

La segunda es que en veinte años justos no ha tocado un premio como éste y, según una inexistente ley de probabilidades, el 2010 tenía que ser el momento.

Tengo un par de amigos que desmienten esta supuesta ley. El primero es teleco y jamás juega porque mantiene que la probabilidad de acierto en estos sorteos concluye en si misma con cada uno de ellos. Que todos son independientes entre sí y que si toca un número concreto, puede repetirse tranquilamente y cuantas veces quiera en los bombos posteriores. El segundo de estos amigos es un colega farmacéutico, licenciado también en Matemáticas. Juega siempre y asegura que la lotería sólo corresponde a quien le es absolutamente fiel. Cuando le pido un fundamento racional basado en algún modelo combinatorio, se limita a sonreírme y trata de regalarme un décimo. No le dejo; me da pavor enviciarme y dedicar mis esfuerzos neuronales a dilucidar cual será el próximo boleto premiado.

El tercer argumento alcorconero era el que realmente daba más seguridad al otorgar un rasgo peculiar y exclusivo para contar con los favores de la diosa Fortuna. Parece que esto de la lotería también tiene su merchandising y, hace unos pocos meses, ante el pequeño estancamiento de los beneficios, la citada administración aportó dos novedades llamativas, colocando en sus dependencias una especie de altar laico-religioso y fichando a una vidente. Lo de las idolatrías, personalmente, me da bastante yuyu. La mezcla de una figura de la muerte, con su guadaña y todo, con la de San Pancracio, la de un señor bien trajeado –al parecer, un tal Don Dinero– y las de variadas vírgenes, casi todas procedentes de devociones sudamericanas, me producían una cierta inquietud. Después, las palabras misteriosas de la medium terminaban de preparar el cóctel. El gordo ha caído; no le quedaba otro remedio.

Algunos compañeros de la localidad me llaman para felicitarme. Se sabe de buena tinta que todos los establecimientos de la acera hemos sido agraciados con un décimo por lo menos. Desmiento tal circunstancia; aquí nadie sabe a quien le ha tocado el premio, si exceptuamos al avispado y simpático propietario de la administración que ha acertado en todo y ha multiplicado su trabajo por diez en estos días. En nuestro caso, la mejoría en la caja se resume con alguna dispensación extraordinaria de un buen antigripal o un spray descongestivo nasal por las largas colas padecidas en la calle y con semejante frío. Todo sea por conseguir el sabio consejo de la bruja –protagonista en varios de esos programas infumables de la tele que vemos casi todos– o el pase por la chepa de alguna figura misteriosa para alcanzar el mejor resultado en el próximo sorteo: en el del Niño, de momento, las cosas no han ido bien y el barrio ha podido recuperarse de tanta emoción acumulada.

Yo tampoco jugaba; aunque no se muy bien por qué.

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