Con certeza los boticarios de antaño acometieron la garantía de la calidad de las medicinas compuestas cuyas materias primeras por su procedencia podían ser conflictivas, así como lo era el procedimiento de preparación. En nuestros días, después de quinientos años de normas que han convertido al producto farmacéutico en el bien más reglamentado de la humanidad, persisten los mismos problemas aunque los parámetros para juzgarlos se interpreten muchas veces en provecho propio y de intereses extrasanitarios. Aunque en la actualidad se han implantado, con buen criterio, los monofármacos, con solo un producto activo, el producto farmacéutico continúa siendo un producto muy complejo, ya que nunca una sustancia con actividad farmacológica, lo que coincide con su denominación común internacional (DCI), ha sido un medicamento administrable. Hace falta el saber galénico para convertirlo en especialidad farmacéutica, condición que no es en todos los casos fácil de reproducir, en definitiva se trata de una obra de arte. Una norma reciente, seguro que no será la última, pretende implantar esta DCI en las recetas medicinales, olvidando su complejidad, su posible confusión y la poca relación de estos nombres con la dolencia que pretenden curar. La caducidad de las patentes de muchos productos activos de probada eficacia ha conducido a la aparición de muchas copias en cuya lucha competitiva ha imperado el precio. Sin ninguna duda, una presión continuada sobre este aspecto no puede conducir a un aumento de su calidad y eficacia. No existe ninguna duda que quien mejor conoce el producto y sus posibilidades es el que lo ha investigado y descubierto.
Cinco siglos de normas
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Miquel Ylla-Català
(de AEFLA)
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